danielorbis

martes, 1 de noviembre de 2011

La dolorosa redención de un matón racista en EE.UU.

Bryndon Widner, en cada paso del proceso de eliminar sus tatuajes racistas (AP/Duke Tribble, …


Con la piel roída, la mata de pelo que no sabe muy cómo peinarse y las gafas de montura de metal que lleva, Bryon Widner parece un tímido hombre introvertido. En cierta medida lo es. Todavía no se ha acostumbrado a llevar una vida normal. Hace unos cuatro años, Widner era un hombre diametralmente opuesto al que proyecta hoy, y su aspecto lo delataba.
Con la cara llena de tatuajes de esvásticas y otros símbolos de ese movimiento racista conocido como el "Supremacismo blanco" (el nombre es lo suficientemente autodescriptivo), Widner era uno de los matones más peligrosos y reputados de Estados Unidos. Líder de una banda de skin heads que se dedicaba a sembrar el terror entre los ciudadanos que no tuvieran rasgos caucásicos, era uno de los mayores exponentes del racismo más radical y nocivo conocido en el primer mundo.
De ahí que el cambio de apariencia sea tan importante. Widner no sólo se ha quitado los tatuajes; ha cambiado de forma de vida.
Es difícil saber cuándo dejó de profesar ese odio por los demás. Se casó en 2006 con una de las racistas más radicales de la National Alliance, otro movimiento supremacista blanco, y tuvo un hijo. Los niños de su mujer también lo aceptaron como padre. Debió ser por aquella época cuando se dio cuenta de que su doctrina xenófoba era más odiosa de lo que él pensó en un momento.

Pero el cambio de opinión no cambiaba su aspecto. Ahí, grabadas en su cara para siempre, estaban las evásticas, los símbolos del Ku Klux Klan y las palabras "odio" en sus nudillos. Era imposible no verlo como un matón.  La gente que podía darle trabajo, darle de comer en restaurantes o venderle comida en tiendas así lo hacía. Sufría un comprensible rechazo social.
En cuanto dejó de infundir miedo, despojado del odio que tanto intimidaba antes, lo que le quedó fue una vida de perdedor. Y eso no era fácil cambiarlo. No podían pagar las operaciones para eliminar los tatuajes.  Widner empezó a plantearse lavarse la cara con ácido y vivir el resto de su vida como un hombre desfigurado antes que como un retal del monstruo que fue.
Fue su mujer la que decidió poner a prueba la capacidad de perdonar de los suyos alrededor. Y cómo.Buscó al mayor enemigo de los supremacistas blanco, Daryle Lamont Jenkins, presidente de un grupo a favor de la tolerancia y los derechos humanos, un luchador nato odiado por los racistas porque suele publicar sus nombres, direcciones y declaraciones en su página web. Era algo así como si Osama Bin Laden hubiera llamado a la CIA para pedirles ayuda. Le contó la historia de su marido. "No importaba quién había sido o en qué había creído", cuenta Jenkins. "Era una madre dispuesta a hacer lo que fuera por su familia".  
Widner, a punto de dar una conferencia en agosto de 2011 (AP/Jae C. Hong)
Así que hicieron un trato. Widner canalizaría la repulsión que sentía hacia sí mismo en charlas y conferencias para jóvenes. A cambio,Jenkins intentaría encontrar a un patrocinador que le costeara los 35.000 dólares que costaban las operaciones para quitarle los tatuajes y que pudiera empezar una nueva vida. Lo hicieron: Widner empezó a hablar por todos lados, en actos públicos, en reuniones privadas donde dio valiosa información sobre la banda que él mismo presidió y cómo se relacionaba con otros grupos del movmiento. El otro lado del trato se cumplió. Las autoridades encontraron un donante anónimo dispuesto a regalarle las operaciones a cambio de dos cosas: que nadie supiera nunca su nombre y que Widner estudiara un módulo o una carrera para hacerse un hombre de bien.
Mientras, las webs y foros del foro racista empezaron a burbujear de ira hacia la familia que había "traicionado a la raza blanca". El FBI les avisó del peligro que corrían. Había mañanas en las que la familia se encontraba estiércol en el coche. Les llamaban por la noche. Recibían mensajes avisándoles de que "iban a morir". Más de una vez un amigo les avisó de que un grupo de skinsiba a ir a por ellos, y tuvieron que irse a un hotel. Al final, se mudaron a Michigan y luego a Tennessee, cerca de la familia de la mujer.
Fue en esa época cuando encontraron a un cirujano dispuesto a tratar a Widner. El doctor Bruce Shack, de Nashville. Fue el primero que, según Widner, vio más allá de los tatuajes. "Me vio como un ser humano",  explica. Pero el trabajo sería complicado, el mayor reto en la carrera del médico. "Lo que tenía no eran tatuajes. Era un lienzo entero". Las intervenciones serían extremedamente laboriosas y dolorosas. Se lo dejó claro. "Vas a sentir que tienes la mayor insolación del mundo, tu cara se va a hinchar y luego se va a curar", le alertó. "No va a ser nada divertido. Pero si quieres hacerlo, yo quiero ayudarte".
Widner, que a esas alturas ya conocía bien lo que es ser juzgado por su aspecto y su piel, no lo dudó. "Tengo que hacerlo", le dijo. "Sino, nunca voy a llevar una vida normal".
Shack no mentía. El proceso fue extremadamente doloroso, incluso para un tipo como Widner, acostumbrado a los tener los ojos morados y perder dientes en peleas de bares, y que ya había recibido buenas palizas cuando los guardias de la cárcel en la que cumplía una condena le encerraban en una celda con presos negros. Este era otro tipo de dolor, no sólo porque era más humillante y destructivo. Shack decidió someterlo a anestesia general para las operaciones subsiguientes. Fueron una o dos operaciones por mes y de cada una de ellas salía con la cara hinchada, hecha una gran ampolla. Como si el odio que un día llevó dentro se hubiera adueñado de su aspecto.
Widner, con la cara totalmente limpia, en su 
casa en agosto de 2011 (AP/Jae C. Hong)
En total, fueron 25 operaciones en 16 meses. Shack no se podía creer el proceso de dolorosa exoneración al que se había sometido Widner. "Cualquier hombre dispuesto a someterse a tal calvario tiene que tener claro que quiere hacer algo bueno con su vida", razonó en su despedida.
Y así llegó la nueva vida de Widner. En un suburbio de una ciudad que se mantiene en secreto. Por primera vez, se le han abierto las puertas del futuro. Ahora intenta tapar con tinta negra el resto de tatuajes que tiene en el brazo. Le va a juego con el pelo que por fin se ha dejado crecer. Las gafas distraen un poco de su piel roída por las operaciones. Sólo recuerda a sus tatuajes cuando sufre migrañas, un efecto secundario de las intervenciones. "Es un precio pequeño a pagar por ser humano de nuevo", confiesa.









1 comentario:

  1. Un Verdadero ejemplo, podemos cambiar nuestras vidas, solo ay que intentarlo

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