ABC visita una vía, en el municipio de Olot, donde en un radio de 100 metros, se han acumulado 15 asesinatos en dos meses: los del celador y los del albañil
El municipio de Olot (Gerona), que cuenta con unos 34.000 habitantes, es la capital de la comarca de La Garrotxa, célebre por anidar una zona volcánica presuntamente extinguida que tiene como remates célebres el volcán de Santa Margarida, el Croscat y el Montsacopa. Pero nadie habla de eso ahora. Al menos, no durante los últimos dos meses, en los que Olot suena en boca de todos como el «horror» que musitaba el Coronel Kurtz de Brando.
Todas las miradas se concentran en cien metros de distancia en línea casi recta: los que van del número 34 de la calle Camil Mulleras, donde está la sede de la Caja de Ahorros del Mediterráneo (CAM) en la que el albañil Pere Puig mató a tiros a dos empleados —pocos minutos después de cargarse a sus dos jefes en un pueblo al lado—, al número 1 de la calle Obispo Lorenzana, prolongación de la Mulleras, donde se levanta la residencia La Caritat. Aquella en la que el celador Joan Vila asesinó «por compasión» a once ancianos haciéndoles tragar lejía o barbitúricos o inyectándoles insulina, según los casos. Once víctimas según la última confesión de un asesino sin crédito que comenzó por admitir sólo un crimen, y a la espera de que los análisis a los cuerpos exhumados corroboren su versión de los hechos.
Con un radio de cien metros, en pleno centro de Olot, se traza un círculo que es ya su zona cero del crimen, muy a pesar de sus vecinos. Con cuatro pasos se recorre una vida en este fatídico punto geográfico de la ciudad en erupción. Frente a la sucursal de la CAM: un hospital; cerca de ella, a pocos metros, dos residencias de ancianos, La Caritat y La Tardor, y, justo a su lado, pared por pared, la sede de una funeria, Funeraria Puig (nada que ver con el albañil cazador pese a la coincidencia de apellido).
Quince cadáveres de asesinados amontonados en tan poco espacio y tiempo —Vila fue detenido el 18 de octubre y Puig este pasado miércoles— serán muy difíciles de olvidar. Es un estigma que en vano ahuyentaba estos días el alcalde del municio, Lluís Sacrest. Una maldición como la que persigue a otros pueblos, como Puerto Hurraco, que en su día se vieron pasto de la crónica negra por una masacre inédita. «Lo que ha pasado es una triste coincidencia», afirmaba el primer edil, quien consideraba que antes sucesos como éstos, «imprevisibles», estamos «indefensos».
El pasado miércoles Olot era una ciudad tomada por periodistas y sitiada por las miradas de todo el país. En una gélida mañana de sangre y pasmo, todas las conversacines tenían mismo guion. Los inevitables tópicos al uso —léase consternación— se escribían y grababan. Y entre el vecindario, más de una mirada y comentario reprobatorio, al paso del desfile mediático. A nadie gusta que le conozcan por los crímenes de otros. Pero es que, encima, Olot es reincidente. Porque muchos la pusieron en el mapa a raíz de otro suceso: un secuestro.
El 20 de noviembre de 1992 era secuestrada Maria Àngels Feliu, conocida desde entonces como la farmacéutica de Olot. Ese día comenzaba el secuestro más largo de la historia criminal española. La víctima estuvo retenida un año, siete meses y cinco días en un habitáculo bajo tierra de dos por dos metros. Durante todo ese tiempo sólo tuvo contacto con el secuestrador que le dejaba la comida, siempre fría, y muchas veces sólo cada dos días. Durante parte de ese tiempo, Olot fue el centro de una conspiración de rumores, de una convención de tópicos y de una concentración de sospechas y sospechosos. La ausencia de noticias convirtió la geografía urbana y moral de la localidad en un enmarañado callejero de insidias, pistas falsas, suposiciones y mentiras cuyo corolario era la instrucción de un sumario en cuyas primeras versiones se daba por indudablemente muerta a Maria Àngels.
La ceremonia de la confusión En el enrarecido ambiente de una ciudad confusa y consternada, el marido y el padre de la víctima fueron tratados como auténticos culpables durante semanas. Se sostuvo a pies juntillas que ella había huido de un esposo que no la colmaba; se afirmó sin ambages que había mucha gente que tenía cuentas pendientes con el patriarca de los Feliu, un acaudalado empresario local. La Guardia Civil (aún no se había desplegado la Policía autonómica) rastreaba Olot. Una nube de periodistas (una de las primeras y que tenía poco que envidiar en número y disposición a la del caso Malaya) erraba frenética y espasmódicamente de la casa de la familia, al portal del juzgado, de la comisaría local a la sede municipal, del centro a las afueras, entre la calle de la farmacia y las carreteras secundarias de un paisaje volcánico en todos los sentidos. El juez Pinsach (recién salido de la escuela judicial) trataba de desentrañar un misterio que tardó meses en abandonar las páginas de sucesos hasta desaparecer del todo bajo el mismo manto de silencio que tienen algunas cosas en Fago o Puerto Hurraco.
La suerte y la desgracia de Maria Àngels fueron la vida privada de los suyos hasta que reapareció una mañana de marzo de 1994 en una gasolinera cerca de Olot. En todo ese tiempo, nada de lo que no se dijo y de lo que sí se publicó tenía más relación con la realidad que el de la pura coincidencia, como en las películas, pero al revés. El secuestro había sido ideado por un policía local; el zulo estaba en el sótano de su vivienda, en una casa aislada, casi en el centro del perímetro que los agentes rastrearon una y mil veces. Quien con más celo se suponía que debía buscar a la farmacéutica de Olot era quien llevaba el peso del secuestro mientras sus cómplices colaboraban en la logística y se hacían pasar por vecinos estupefactos con coartadas impecables. ¿Quién iba a sospechar de un policía local? Sus singulares conexiones con figuras de la delincuencia local no levantaron ninguna sospecha previa. Cosas y gajes del oficio. Si hasta que se detuvo al agente Antoni Guirado, muchos años después, en 1999, Olot no pudo sacudirse el peso de la incertidumbre, a partir de entonces le quedó el de las falsas apariencias, tan o más penoso de llevar en términos colectivos que el de un secuestro cuyo final feliz era un canto a la banalidad del mal.
El de la farmaceútica, el del celador y el del albañil. Tres grandes sucesos marcan la historia reciente de Olot. Y ante imposibilidad de explicarlos por un móvil común —aquí va uno del afán de lucro a las deudas o al puro trastorno psicológico por peritar— sólo queda reparar en el compartido escenario del crimen. Y entonces: o nos encharcamos en teorías telúricas en busca de un porqué; o colegimos que es una maldita casualidad.
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